Si hay una historia de un hombre reciente que me ha asombrado y admiro es la de Monseñor Francois-Xavier Nguyen van Thuan, un cardenal vietnamita que fue arrestado y metido en prisión durante trece años, poco después de ser ordenado obispo. Podéis leer cómo fue su vida pinchando aquí.
En el año 2000, fue invitado por Juan Pablo II a predicar los Ejercicios Espirituales para él y la Curia del Vaticano. Allí, el cardenal van Thuan, dio una meditación bellísima, sorprendente y de escandaloso título: los cinco defectos de Jesús. Os la dejo debajo, espero que la disfrutéis y os ayude.
En
la prisión mis compañeros que no son católicos, quieren comprender
«las razones de mi esperanza». Me preguntan amistosamente y con
buena intención: «¿Por qué lo ha abandonado usted todo: familia,
poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy
especial! ». Por su parte, mis carceleros me preguntan: «¿Existe
Dios verdaderamente? ¿Jesús? ¿Es una superstición? ¿Es una
invención de la clase opresora? ».
Así
pues, hay que dar explicaciones de manera comprensible, no con la
terminología escolástica, sino con las palabras sencillas del
Evangelio.
- Primer defecto: Jesús no tiene buena memoria
En
la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la voz del ladrón a su
derecha: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc
23, 42). Si hubiera sido yo, le habría contestado: «No te olvidaré,
pero tus crímenes tienen que ser expiados, al menos, con 20 años de
purgatorio». Sin embargo Jesús le responde: «Te aseguro que hoy
estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Él olvida todos los
pecados de aquel hombre.
Algo
análogo sucede con la pecadora que derramó perfume en sus pies:
Jesús no le pregunta nada sobre su pasado escandaloso, sino que dice
simplemente: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha
mostrado mucho amor» (Lc 7, 47).
La
parábola del hijo pródigo nos cuenta que éste, de vuelta a la casa
paterna, prepara en su corazón lo que dirá: «Padre, pequé contra
el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame
como a uno de tus jornaleros» (Lc 15, 1819). Pero cuando el padre lo
ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado todo; corre a su encuentro, lo
abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso, y dice a los
siervos, que están desconcertados: «Traed el mejor vestido y
vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies.
Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta,
porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había
perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 22-24).
Jesús
no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona, y perdona a
todos, sino que incluso olvida que ha perdonado.
Si
Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran
suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor
tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él,
inmediatamente, va a buscarla dejando las otras noventa y nueve en el
redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura sobre sus
hombros (cf. Lc 15, 47).
Para
Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más!
¿Quién aceptaría esto? Pero su misericordia se extiende de
generación en generación...
Cuando
se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar
por ningún riesgo, por ningún esfuerzo. ¡Contemplemos sus acciones
llenas de compasión cuando se sienta junto al pozo de Jacob y
dialoga con la samaritana, o bien cuando quiere detenerse en casa de
Zaqueo! ¡Qué sencillez sin cálculo, qué amor por los pecadores!
Una
mujer que tiene diez dracmas pierde una. Entonces enciende la lámpara
para buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les dice:
«Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido»
(cf. Lc 15, 89).
¡Es
realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y
luego hacer una fiesta para celebrar el hallazgo! Y además, al
invitar a sus amigas ¡gasta más de una dracma! Ni diez dracmas
serían suficientes para cubrir los gastos...
Aquí
podemos decir de verdad, con las palabras de Pascal, que «el corazón
tiene sus razones, que la razón no conoce»
Jesús,
como conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de
su corazón: «Os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los
ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 10).
El
responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como
candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas
promesas.
Nada
semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanos,
está destinada al fracaso.
Él
promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos,
que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el
alojamiento, sino sólo compartir su mismo modo de vida.
A
un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde: «Las zorras
tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre
no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).
El
pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero «autorretrato»
de Jesús, aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de
principio a fin una paradoja, aunque estemos acostumbrados a
escucharlo:
«Bienaventurados
los pobres de espíritu..., bienaventurados los que lloran...,
bienaventurados los perseguidos por... la justicia...,
bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos»
(Mt 5, 312).
Pero
los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace dos mil
años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que han
seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos.
Muchos de ellos forman parte de aquella bendita asociación de
aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax...!
Recordemos
la parábola de los obreros de la viña: «El Reino de los Cielos es
semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a
contratar obreros para su viña. Salió luego hacia las nueve y hacia
mediodía y hacia las tres y hacia las cinco.., y los envió a sus
viña». Al atardecer, empezando por los últimos y acabando por los
primeros, pagó un denario a cada uno (cf. Mt 20, 116).
Si
Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de
empresa, esas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota:
¿cómo es posible pagar a quien empieza a trabajar a las cinco de la
tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata
de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a
propósito, porque -explica-: «¿Es que no puedo hacer con lo mío
lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?».
Pero
preguntémonos: ¿por qué Jesús tiene estos defectos? Porque es
Amor (cf. 1 Jn 4, 16). El amor auténtico no razona, no mide, no
levanta barreras, no calcula, no recuerda las ofensas y no pone
condiciones.
Jesús
actúa siempre por amor. Del hogar de la Trinidad él nos ha traído
un amor grande, infinito, divino, un amor que llega -como dicen los
Padres- a la locura y pone en crisis nuestras medidas humanas.
Cuando
medito sobre este amor mi corazón se llena de felicidad y de paz.
Espero que al final de mi vida el Señor me reciba como al más
pequeño de los trabajadores de su viña, y yo cantaré su
misericordia por toda la eternidad, perennemente admirado de las
maravillas que él reserva a sus elegidos. Me alegraré de ver a
Jesús con sus «defectos», que son, gracias a Dios, incorregibles.
Los
santos son expertos en este amor sin límites. A menudo en mi vida he
pedido a sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia
de Dios. Y cuando visité Paray-le-Monial, me impresionaron las
palabras que Jesús dijo a santa Margarita María Alacoque: «Si
crees, verás el poder de mi corazón».
Contemplemos
juntos el misterio de este amor misericordioso.
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