Hola, hola, hola
Tras el parón bloguero pos-JMJ es hora de retomar las catequesis sobre la oración que el Papa nos regala cada miércoles en sus Audiencias. El blog había parado pero sus catequesis no, ¡así que vamos con retraso! Pero bueno, ya nos iremos recuperando.
Pincha en leer más para leer la séptima catequesis, esta vez sobre los Salmos...
Benedicto XVI
Catequesis de la Oración
7. El pueblo de Dios que reza: los Salmos
Plaza de San Pedro
Miércoles 22 de junio de 2011
Miércoles 22 de junio de 2011
En las catequesis anteriores nos centramos en algunas figuras del Antiguo
Testamento particularmente significativas para nuestra reflexión sobre la
oración. Hablé de Abraham, que intercede por las ciudades extranjeras; de Jacob,
que en la lucha nocturna recibe la bendición; de Moisés, que invoca el perdón
para su pueblo; y de Elías, que reza por la conversión de Israel. Con la
catequesis de hoy quiero iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar
episodios particulares de personajes en oración, entraremos en el «libro de
oración» por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas
catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más
arraigados en la tradición orante de la Iglesia. Hoy quiero introducirlos
hablando del libro de los Salmos en su conjunto.
El Salterio se presenta como un «formulario» de oraciones, una selección de
ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes
para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de
dirigirnos a Dios y de relacionarnos con él. En este libro encuentra expresión
toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los
sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan
y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia
indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa
soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente
confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia
después asumieron como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y
respuesta adecuada a su revelación en la historia. En cuanto oraciones, los
Salmos son manifestaciones del espíritu y de la fe, en las que todos nos podemos
reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercanía a Dios
a la que están llamados todos los hombres. Y toda la complejidad de la
existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas
literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales
y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros
que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.
No obstante esta multiplicidad expresiva, se pueden identificar dos grandes
ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, vinculada a la
lamentación, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables.
Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto
abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de
gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una
necesidad de ayuda expresada en la súplica.
En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de
peligro, de desolación o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa,
su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad
confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno,
deseoso del bien y «amante de la vida» (cf. Sb 11, 26), dispuesto a
ayudar, salvar y perdonar. Así, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo
31: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. (...) Sácame de la red
que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (vv. 2.5). Así pues, ya en la
lamentación puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de
la intervención divina y después se hace explícita cuando la salvación divina se
convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de acción de gracias y de
alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la
misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de
ser salvados, que está en la base de la súplica. Así se confiesa a Dios la
propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero
portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el
Salmo 86: «Te alabaré de todo corazón, Dios mío; daré gloria a tu nombre por
siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo
profundo» (vv. 12-13). De ese modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la
alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia
eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.
Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el
libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho,
enseñan a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración
—y son las palabras del salmista inspirado— que se convierte también en palabra
del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este
libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones
que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa
que especifica su sentido y su función. Los Salmos se dan al creyente
precisamente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la
oración de quien los asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de
Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha
dado, se dirige a él con las palabras que él mismo nos da. Así, al rezar los
Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración.
Algo análogo sucede cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus
propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen
de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que
el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de
otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus
padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo
de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en él, se
relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres,
por último, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que
ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo sucede con la oración de los
Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con
él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el
encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y
acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y
de sus caminos (cf. Is 55, 8-9), para crecer cada vez más en la fe y en
el amor. Como nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un
mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de
Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que también podemos
aprender quién es Dios y, aprendiendo cómo hablar con él, aprendemos el ser
hombre, el ser nosotros mismos.
A este respecto, es significativo el título que la tradición judía ha dado al
Salterio. Se llama tehillîm, un término hebreo que quiere decir
«alabanzas», de la raíz verbal que encontramos en la expresión «Halleluyah», es
decir, literalmente «alabad al Señor». Este libro de oraciones, por tanto,
aunque es multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con su
articulación entre alabanza y súplica, es en definitiva un libro de alabanzas,
que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la
belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre. Esta es la respuesta más
adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad.
Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que también en la desolación,
también en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de
consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la
conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser
definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: «En ti está la fuente de la vida y tu
luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10).
Pero, además de este título general del libro, la tradición judía ha puesto
en muchos Salmos títulos específicos, atribuyéndolos, en su gran mayoría, al rey
David. Figura de notable talla humana y teológica, David es un personaje
complejo, que atravesó las más diversas experiencias fundamentales de la vida.
Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces dramáticas
vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. Hombre
de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó
su amor, y esto es característico: siempre buscó a Dios, aunque pecó gravemente
muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo
divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de
todas sus debilidades, «según el corazón de Dios» (cf. 1 S 13, 14), es
decir, un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y
alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto,
importante, porque él es una figura mesiánica, ungido del Señor, en el que de
algún modo se vislumbra el misterio de Cristo.
Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con que
las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y
destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la
figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena oró con los
Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más pleno y
profundo. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de
él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), que
nos revela plenamente el rostro del Padre. El cristiano, por tanto, al rezar los
Salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una
perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave de
interpretación. Así el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas,
todo Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda
su infinita riqueza.
Queridos hermanos y hermanas, tomemos, por tanto, en nuestras manos este
libro santo; dejémonos que Dios nos enseñe a dirigirnos a él; hagamos del
Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe diariamente en el camino de la
oración. Y pidamos también nosotros, como los discípulos de Jesús, «Señor,
enséñanos a orar» (Lc 11, 1), abriendo el corazón a acoger la oración del
Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos
en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo «Padre nuestro». Gracias.
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