viernes, 25 de abril de 2014

La primera vez que vi a un Santo

¡Juan Pablo II, te quiere todo el mundo! ¡Juan Pablo, amigo, Getafe está contigo! Estos y otros cantos sonaban con gran fuerza y alegría en el tren que nos llevaba a los jóvenes de nuestra parroquia junto con otros muchos jóvenes de nuestra diócesis hacia la explanada de Cuatro Vientos para encontrarnos con el Papa que había venido a España a vernos en aquel mes de mayo de 2003.

Los días previos fueron de mucha emoción y de mucha ilusión. Algunos de los mayores ya habían visto al Papa en la explanada de Torvergata en la JMJ del año 2000, y recordaban con cariño las anécdotas de aquella peregrinación y las palabras que Juan Pablo II les había dirigido. Para nosotros, el grupo de los "quincediesiseisañeros" era el primer gran encuentro, todo era nuevo, todo era inesperado, ¡Dios nos sorprendió!

Yo había visto a Juan Pablo II en la tele, como Papa lo normal era que siempre apareciera en los titulares lo que hacía desde Roma, lo que decía, a dónde viajaba... Se decía que era de gran importancia su figura por haber sido clave en la caída del muro de Berlín, por haber viajado por todo el mundo alentando a los cristianos a no tener miedo, por haber hablado siempre con gran valentía ante jefes de estado de todas las marcas y colores, por haber seguido siempre adelante a pesar del atentado que sufrió y que pudimos ver en directo, y de su frágil estado de salud en los últimos años. Cosas extraordinarias, pero difíciles de comprender para un niño como yo. Aquella tarde, en Cuatro Vientos, comprendí esas cosas y muchas más.

Los cantos de las varias decenas de jóvenes que íbamos en el tren por la mañana se unieron a los de los varios cientos que al bajar nos encontramos camino de la gran explanada, y más tarde a los de los de los varios miles que ya estaban esperando la llegada del Papa en el aeródromo. Varios cientos de miles de jóvenes en total. Hasta un millón. Aquella tarde comprendí lo grande que es la Iglesia, la fuerza tienen los cristianos, la imparable alegría de los hijos de Dios.

Llegó el Papa. En el rostro cansado de aquel anciano se notaba la presencia de Dios, desprendía una alegría en cada palabra y cada gesto que jamás había visto en un octogenario. Su discurso era cercano, amable, positivo, enérgico, desde el corazón y para el corazón, con continuas bromas muy simpáticas. Y aquella tarde comprendí la grandeza que es una vida entera dedicada a Dios, lo llena y plena que Él hace nuestra vida. No hay nada comparable.

Querido lector, ¡de nuevo me voy a ver a Juan Pablo II! Esta vez en Roma, y con Juan XXIII. A seguir comprendiendo lo que es la grandeza de una vida entera dedicada a Dios, ya como cura, y a entender un poquito mejor la grandeza de la Iglesia, la fuerza de la alegría de los cristianos, que tantas veces nos intentan arrebatar. A dar gracias a Dios por la vida de un Santo que tanto bien ha hecho al mundo. A mi en aquella tarde. ¡Ya te contaré, Dios te bendiga!




No hay comentarios: